Decía David Gistau en aquella magnífica columna que quedó para la posteridad parental: “Un hijo es decir no y quedarte cuando antes decías sí y te ibas.”
Llevo dos telediarios, pero cada vez me siento, irremediablemente, más padre. Vivo alerta, llamo más la atención que antes y de repente sigo las reglas. Es como una dominada infinita en un intento de esfuerzo herculiano por hacer a mi hijo una mejor persona, con los consiguientes efectos secundarios en uno mismo.
No es un camino de rosas. La generación de nuestros padres tenía a penas uno o dos días de permiso de paternidad (hazaña que no te dejan de recordar). Y si al bebé le daba por aparecer un viernes, el jefe te esperaba el lunes en su despacho. Hoy contamos en España con 4 meses, modular, cobrando tu sueldo neto, con la zanahoria delante de la cara para tirar hacia arriba esa media de 1,2 hijos por familia que vive cuesta abajo y sin frenos desde tiempos del baby boom.
Pero como también le gusta recordar a mi madre, mi padre desapareció durante los primeros años. Cada uno en su parcela: oficina y hogar.
Hoy no es así. Yo no quiero que sea así, porque no quiero perderme las horas que nadie va a devolverme. Ni siquiera tirando de un McFly y un Delorean. Este engranaje moderno de padre y madre trabajando en entornos de alta intensidad (hola, mundo tech) y máximo disfrute de la crianza es agotador. Como un salmón que nada a contracorriente. Dos sistemas que chocan. Conciliación y ambición. Agua y sed (difícil mezcla). Disfrutar en términos egoístas pero antes que eso, la energía necesaria para llegar a casa y ponerte a su nivel. Nada de outsourcing, aquí hemos venido a arrastrarnos por el suelo y abrir los ojos al mundo y cantar a coro “eso no dice, eso no se hace, eso no se toca”.
Y aunque nuestros empleadores se esfuerzan por mantener el status quo (posibilidad del remoto, horas flexibles aprovechando que un email o un Slack se pueden llegar a contestar antes de que el bebé agote los 180ml de bebercio, bajas de paternidad partidas, etc), la lucha parece a veces estar dentro de uno mismo.
Cuando llevas casi 10 años sin levantar el pie del acelerador y de pronto te encuentras en esa tesitura de dar portazo al Lenovo por hoy, cuando tu alrededor sigue produciendo, te sientes mal contigo mismo. Cuando sabes que estás lejos de tu potencial, que tú sabes llegar a Super Saiyan 4 y que ahora lo único que pueden ver es tu negra cabellera, te sientes mal contigo mismo.
Con 25 te preocupan las mesas de ping pong y plan el plan de stock a 4 años. Ahora también, aunque es diferente. Quizás sea un cambio de mentalidad o de que haya una boca que instintivamente te preocupe más de alimentar. A veces pienso, “son épocas”, y cuando los hijos no sean tan dependientes como ahora y pasen de mí, entonces volveré a preocuparte por mi carrera profesional como lo hacía al principio. Cada uno tiene su ambición en el terreno profesional. Se acelera, se reduce, se vuelve a acelerar, te revolucionas, te quemas, vuelves a empezar, le coges el truco, vuelves a revolucionarte. La carrera profesional es, lo primero, una elección. Y, lo segundo, una carrera de fondo. Igual que la decisión de tener o no hijos. Tranquilo, aún tienes un tercio de vida física y mental por delante, no tengas prisa por no bajar de 180 en algún momento.
Habrá de los que sigan con el cuchillo entre los dientes, abriéndose paso por la jungla del rat race, los que se conformen con menos velocidad y menos billetes y luz en los focos, los que se conviertan en supervivientes, los que lo tiren todo por la borda y empiecen de cero. Los que salgan a las 18:00 por la puerta con la cabeza bien alta y los que nunca cierren la puerta.
Da igual, todas las vías son válidas. Mientras pongamos el foco y la priority en lo importante, en lo que mueve la needle de la vida. ¿No es cómo nos han enseñado siempre a pensar?
Ser padre y piloto es difícil. Pero no imposible.